miércoles, 18 de enero de 2012

Miguel Loreto... por Carlos Colón


El homenaje que el jueves dedicó su Hermandad de la Macarena a Ignacio Prieto, Capitán de la Centuria, y a Miguel Loreto, capataz, hacía justicia a dos servidores ejemplares del Señor de la Sentencia. Una vez, cuando el Señor estaba ya en el atrio cara al pueblo, dijo Loreto al llamar que allí bastaba tener ojos con los que mirar y con los que llorar para saber que Dios existe. Sin saberlo repitió lo que escribió Chateaubriand -chatobrián en macareno - cuando se convirtió: "No cedí a grandes luces sobrenaturales; mi convicción surgió de mi corazón: lloré y creí".


Los Armaos desde hace más de medio siglo -Melli, Pelao, García, Ayala, Guillermo- y los costaleros desde que el antigüo armao Loreto asumió hace 30 años el mando de esa otra centuria en formación de tortuga que tiene a su Señor por escudo, han logrado eso que tanto se echa de menos en la actual Semana Santa: hacer invisible la más grande perfección al ponerla al servicio del culto externo al Señor. Todo converge en el Sentenciado porque todos trabajan para Él, no para su propio lucimiento. Con ello han multiplicado la devoción al Hijo de tan poderosa y hermosa Madre, perfeccionando la liturgia sevillana de la emoción que nos hace llorar y creer cuando -de Cruz a música- pasa la cofradía de la Macarena.


El del jueves fué el primero de los homenajes que irá recibiendo Loreto. Le dedicarán otros, más íntimos, tantos como le quieren. Pero el más hermoso se lo dedicará ese breve y eterno trecho que vá de la reja al Arco orillando San Luis y Macarena, extrañandolo; se lo dedicará la calle Feria cuando se dé cuenta de que el paso, tras girar en los Altos Colegios, recién levantado, oscilando imperceptiblemente en ese momento de tensión que precede a la primera zancada, hienda tan valientemente, tan gitanamente, tan medidamente, tan graciosamente, tan macarenamente, la larga recta que llevará a la Cruz Verde esta trirreme de oro con largo espolón de terciopelo morado sin que su voz quebrada se lo mande; se lo dedicará la Correduría cuando el barrio estreche sus calles para darle al Señor de la Sentencia un abrazo de despedida y desde la Alameda se oiga una voz caracolera preguntando: ¿dónde está Miguel Loreto?. Y así hasta que el Señor arríe por última vez para pasar revista a su Centuria.

Todo será igualmente espléndido el año que viene, porque el llamador del águila no lo toca cualquiera. Pero por eso será también distinto. Los maestros no se repiten. La partitura Macarena sonará igual y distinta a como lo hacía cuando el Tom Waits del Espumarejo la dirigía con su voz herida de madrugadas.

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